El miedo y el escepticismo son los peores enemigos de la innovación, sin lugar a dudas. Es habitual cuando alguien propone una iniciativa a algún inversor o descubre oportunidades empresariales, escuchar la siguiente pregunta: ¿si el negocio es tan bueno por qué no lo haces tú solo? ¿Si hay tanto dinero por qué vas a compartirlo con nadie? Una mentalidad similar no está estructurada productivamente para la innovación.

El consumidor y su realidad

© Kurhan – Fotolia.com

La innovación no se fundamenta en traducir una oportunidad de ganancia en una riqueza personal a toda costa, sino en convertir una idea en valor, contando con todos los factores periféricos, incluso con elementos que ya están en el propio mercado. Es absurdo cimentar un plan en lo negativo; la ambición debe viajar acompañada de sensatez, por eso es mejor compartir la sabiduría antes que empeñarse en planteamientos cerrados que sólo persiguen la eliminación de la competencia, por poner un ejemplo.

Este fundamento adquiere un valor capital cuando se trazan propuestas para consumidores ajenos a nuestro campo habitual de actuación. Poner en marcha una actividad en un terreno desconocido, por ejemplo en otro país, requiere ir y ver cómo se mueve ese segmento objetivo, decidido a adaptar la oferta a ellos y no al revés. No se trata de cambiar sus hábitos para que contribuyan al éxito de la iniciativa, sino conseguir que demanden el producto partiendo de su propia realidad.

He oído cientos de veces a la gente decir que no entienden cómo una sociedad hacía esto y no lo otro, siendo que aquí eso no se hace. No existe nada, ningún producto, ninguna idea capaz de aglutinar un valor común a todas las sociedades. No hablamos de cambiar el producto, sino de introducir lo que el consumidor objetivo demanda, ideas que cubren sus necesidades, iniciativas que partan de sus realidades.

Alguien, en una negociación, se sorprendió mucho cuando le propusimos trasladar su producto a un país de América Latina. Decía no entender cómo iban a comprarlo aquí siendo que elaborarlo allí mismo tendría un coste muy inferior que llevándolo desde España. En ese momento nos dimos cuenta que ese empresario no estaba facultado para trabajar con esa sociedad de consumo en concreto, al menos no con su mentalidad actual. Porque se le olvidó valorar a los consumidores locales y a sus realidades. Tenía razón en cuanto a la reducción de coste si la elaboración se llevaba a cabo directamente sobre el terreno, lo cual supondría un 40% de ahorro, pero poner en marcha el trabajo, con las manos de obras informales de la localidad resultaba mucho más costoso. Veamos, contratar a cinco obreros no costaba tanto en término de sueldos, pero sí en términos de tiempo, esfuerzo en el control, formación, etc. Y a todo ello debía añadirse un factor de encarecimiento más, como era la imposibilidad de ejercer un control productivo sobre personas poco acostumbradas a trabajar en equipo. Por otro lado se ponía en riesgo la calidad de la producción, porque la costumbre local era abaratarla hasta lo indecible, lo cual redundaba en una disminución de calidad alarmante.

Una vez puesto todos estos inconvenientes sobre la mesa, uno se da cuenta que no sólo era más barato llevarlo desde España, sino que resultaba imposible embarcarse en un proyecto de ese nivel.

Esta es sólo una muestra de lo importante que es saber dónde queremos trabajar, con quienes vamos a tratar, como vamos a actuar y, lo más importante, qué nos podemos encontrar.

 

Robertti Gamarra

 

es empresario y escritor. Editor del blog Interés Productivo.  Es especialista en crear iniciativas de innovación en el ámbito del emprendimiento empresarial. Actualmente Director General de Cuenta Límite.

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